En una sociedad hiperconectada, donde las redes sociales nos permiten mantener contactos al instante y la comunicación parece ilimitada, la soledad no deseada entre los jóvenes emerge como una paradoja inquietante. Vivimos rodeados de pantallas, notificaciones e interacciones digitales, pero a pesar de esta aparente presencia de otros, muchos jóvenes se sienten profundamente solos. De hecho, uno de cada cuatro jóvenes en España manifiesta sufrir soledad no deseada, según el Observatorio SoledadES. Y de estos, casi la mitad afirman sentirse así desde hace más de tres años. Esta soledad no es una elección ni un refugio voluntario, sino una dolorosa ausencia de conexión real.
La soledad no deseada es una experiencia subjetiva que se produce cuando las relaciones sociales no cubren las necesidades emocionales de una persona. Puede tener múltiples formas: sentirse ignorado en un grupo de amigos, no tener a nadie con quien hablar de verdad, o sufrir la ausencia de vínculos significativos a pesar de estar rodeado de gente. Entre los jóvenes, esta sensación se ha ido extendiendo de manera alarmante en los últimos años, alimentada por diversos factores sociales, culturales y tecnológicos.
El ritmo acelerado de la sociedad y la predominancia de las relaciones virtuales, entre otros, han transformado la manera en que nos relacionamos. Este cambio ha propiciado vínculos más superficiales y marcados por la inmediatez, en detrimento de las relaciones profundas y significativas, que requieren tiempo, confianza y la capacidad de compartir vulnerabilidad.
De hecho, la mercantilización de las relaciones humanas es una de las derivas más sutiles pero profundas del capitalismo contemporáneo. En un sistema donde casi todo se puede comprar o vender, las conexiones entre personas a menudo se ven afectadas por esta misma lógica. La amistad pasa a medirse en número de seguidores y el afecto en número de likes. Esta instrumentalización de las relaciones no solo las vacía de sentido, sino que favorece una soledad estructural. Porque una sociedad que prioriza la competencia, el individualismo y la apariencia está abocada a generar, inevitablemente, soledad y desconexión. Si a esto le sumamos la falta de perspectivas reales que muchas personas jóvenes perciben en ámbitos como la vivienda, el mundo laboral o la crisis climática, el resultado es un cóctel emocionalmente insostenible.
Otro elemento clave es el estigma. Reconocer que nos sentimos solos todavía se ve a menudo como una señal de fracaso o debilidad, especialmente en un momento vital de “máximo esplendor”. Nos cuesta entender que un joven pueda sentirse solo, porque la juventud se asocia tradicionalmente con vitalidad, vivencias intensas y una vida social efervescente. Expresiones como “juventud, divino tesoro” refuerzan esta imagen idealizada, casi mítica, de una etapa feliz por definición. Pero esta visión tan romántica se convierte a la vez en una trampa: invisibiliza el sufrimiento de quien no encaja en ese relato. Si es que alguien ha encajado alguna vez del todo.
Cuando un joven se siente solo en medio de esta expectativa de plenitud, la soledad puede ser aún más dolorosa, porque no solo se siente aislado, sino también extraño, fuera de lugar, como si fallara en vivir la juventud “como se debe”. Y, en este contexto, admitir que necesitamos apoyo, que echamos de menos vínculos profundos o que nos sentimos perdidos, puede parecer un riesgo innecesario.
Sin embargo, en los últimos años han empezado a surgir iniciativas que rompen el silencio y abordan la soledad juvenil de manera abierta. Entidades sociales, grupos de apoyo, campañas institucionales e incluso algunos espacios digitales ofrecen un lugar seguro donde hablar abiertamente del tema.
La campaña Aquí_LaSole lanzada desde San Juan de Dios es una gota más en este mar de iniciativas para que los jóvenes sepan que no están solos en su soledad, y puedan romper el tabú y el estigma que supone aceptarla. La Sole, una nueva influencer que busca su lugar en las redes sociales a través de su perfil de Instagram, visibiliza esta soledad no deseada y nos alerta de que todos y todas podemos sentirla cerca en algún momento, incluso cuando estamos rodeados de otras personas. Y así lo refuerzan también muchos influencers que se han sumado a la campaña compartiendo historias propias de soledad y animándonos a hablar sin miedo, para combatir así la vergüenza social y el estigma. Porque el primer paso, a la vez que el más difícil, es hablar abiertamente para entender que no es un fenómeno aislado ni individual. Y, desde ahí, poder dar los pasos necesarios para salir de ella.
Porque la soledad no deseada es reversible. Y la solución es a la vez una apuesta tan complicada como sencilla: reforzar la comunidad, los cuidados y los vínculos. Y entender que todos y todas podemos ser agentes que rompen la soledad de otras personas. Personas refugio que ofrecen descanso y avituallamiento en la intemperie. Porque la soledad no deseada no es un problema individual, sino el síntoma de un modelo social que a menudo olvida que somos seres profundamente sociales, relacionales y vulnerables.
En definitiva, la soledad no deseada entre los jóvenes es una realidad invisible, pero profundamente arraigada: una herida silenciosa que erosiona el bienestar, la autoestima y afecta la salud mental de muchas personas. Es urgente romper el silencio, buscar espacios de conexión genuina y replantear los valores colectivos que queremos poner en el centro como sociedad. Porque lo que nos mantiene vivos y arraigados no es otra cosa que la posibilidad de pertenencia, la certeza de ser importantes para alguien y el deseo profundo de encontrar un propósito que dé sentido a la vida. Quizás este sea el mayor acto de resistencia colectiva en un mundo que con demasiada frecuencia nos aboca al aislamiento.
Traducción del artículo publicado en Social.cat el 8 de julio de 2025